miércoles, 20 de julio de 2016

Guardavidas

Hoy escribo para no olvidar. Mejor dicho, para recordar cuando olvide.

Hoy se cumplen 6 meses del día en que falleció mi viejo. No viene siendo el día que pensaba. Cuando las cosas no salen como uno piensa siempre se puede aprender. Como estoy de franco tenía intenciones de ir a donar sangre, pero evidentemente estaba bastante cansado y no me desperté a tiempo. Fui a buscar a mamá, que estaba con un trámite; volvimos a casa, almorzamos tarde y fuimos al cementerio. En 6 meses, es la primera vez que voy. No había sentido antes la necesidad de ir. No creo que haga falta ir a un lugar específico para tener presente a alguien que se fue, aunque sin duda hay lugares que a uno lo predisponen mejor. Sé que por eso mamá va los días 20 de cada mes. No dejo de asombrarme por el amor que le tenía, o le tiene. Ahora entiendo que es por eso que decidió enterrarlo y no cremarlo (aún), como él quería.

Mi papá no fue un papá ejemplar. Si pienso en mi infancia, tengo recuerdos felices desperdigados en los que aparecen más amigos que familia, y otros tantos, puede que más, no tan felices. Crecí, a causa de él, en un hogar violento. De chico no entendía mucho. Cuando, ya adolescente, empecé a prestar más atención, a enfrentar esa idealización infantil de los padres, el rechazo y los conflictos fueron creciendo, junto conmigo. Nunca nos “cagó a trompadas” ni a mí, ni a mis hermanos, pero sí tengo el recuerdo de las veces que me pegó, o me agarró del cuello, y sé que al menos una escena la tengo bloqueada, porque me contaron mis hermanos, y yo no me puedo acordar. Eso es algo que me aterra.

Si bien los golpes no era tan frecuentes, la violencia era diaria, porque los gritos, las agresiones, los tonos ofensivos y las discusiones por pavadas eran cosas diarias. Durante muchísimos años no quise hablar al respecto. Pensaba, en gran parte por la idea que nos había metido él mismo, que correspondía que los problemas familiares se quedaran de puertas para adentro, que el resto del mundo no tenía por qué saberlo. Vivir con esa idea me condicionó, algo que fue apareciendo en mi forma de relacionarme con otros. Sin ser violento, en ocasiones me descubrí teniendo reacciones agresivas, sin entender bien de dónde surgían. Ahora entiendo que tuvieron que ver con la negación. Eso es lo que pasa cuando uno no enfrenta problemas: uno los niega, no quiere verlos, pero los problemas siguen ahí, no se van, y terminan encontrando la forma de manifestarse, generalmente a través de uno mismo. Hoy, y desde hace años, estoy mejor, al menos en relación a ese aspecto de mi vida.

Hubo un tiempo que elegí quedarme con esta parte de la historia, pero no es toda la historia. Mi papá no fue un papá ejemplar, pero tampoco lo fue su vida. Provenientes de Río Cuarto, mi abuelo vino a vivir a Mar del Plata cuando mi tío era chico y mi abuela estaba embarazada de mi papá. Cuando nació, el parto fue delicado y lo sacaron con una de esas pinzas que usaban para agarrarle la cabeza a los bebés y ayudarlos a salir del canal; algo hicieron mal y le quedó una marca en la frente de por vida. Es curioso que yo tengo una marca en la ceja, también del lado derecho, porque siendo bebé mi cabeza rebotó contra la mesa después de que el la golpeó. A los meses de su nacimiento, mi abuela se vino con los dos. No conozco todos los detalles, pero sé que mi abuelo era mujeriego, violento y que no demostraba cariño. Al menos con mi papá, porque con mi tío fue más atento. Cuando mi papá era joven, mi abuela se enfermó y empezó a tener problemas de memoria y deterioro cognitivo, no sabemos bien si de Alzheimer o como consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza que le dio mi abuelo.

Mi papá se encargó de cuidarla, mientras mi abuelo formaba otra familia y le bancaba los estudios de medicina a mi tío. Habiendo recién terminado el secundario, mi papá alquilaba el departamento que consiguiera, trabajaba, cuidaba a mi abuela (le cocinaba, la bañaba, le pintaba las uñas, salía a buscarla cuando él llegaba de trabajar y no la encontraba en el departamento, entre otras cosas) e intentaba estudiar una carrera que él nunca terminó pero mi hermana sí. Conoció a mi mamá, que es de San Fernando, porque ella venía con su familia de vacaciones e iban a la playa en la que él trabajaba. Era guardavidas. Muchos años después también fue docente, con ayuda de mi mamá, que lo acompañó y le insistió para que terminara el terciario. Después de unos años de verse cada ciertos meses y escribirse cartas, se casaron y empezaron a vivir juntos acá en Mar del Plata. Aunque mi papá no quería llevar a mi abuela a un geriátrico, se le estaba haciendo muy difícil cuidarla. Ella falleció a los dos meses del nacimiento de mi hermano mayor, un 24 de diciembre de 1984, así que nunca la conocí.

De mi abuelo no sé mucho más. Era docente y, al parecer, era muy querido. Recuerdo que íbamos de tanto en tanto a su casa, por la calle Los Naranjos, pasando Parque Camet. Recuerdo que tenía dos perros. Recuerdo el olor a humedad de la casa, y una marca en una pared a la que una vez le di un cabezazo corriendo. Recuerdo que me sentía incómodo cuando la segunda mujer de mi abuelo me llamaba “Vititor”, o cuando estaba su hija, media hermana de mi papá, que retaba a mi (¿medio?) primo por jugar. Mi mamá me ha contado que mi abuelo a ella la quería, y que la recibió una vez que fue a su casa con mis hermanos (yo todavía no había nacido) después de un brote violento de mi papá. Recuerdo ver que en cada visita el Parkinson lo afectaba más, y que a pesar de que le costaba caminar y hablar, nos jugaba a mi hermano menor y a mí con su bastón. Falleció en abril del 2003. Recuerdo que no me dejaron estar en el momento de la cremación porque decían que yo era chico. Recuerdo que tiramos sus cenizas al mar, como él y mi papá querían.

Con mi papá tengo guardadas en la memoria escenas felices. Ir a su pieza al despertarme y entrar escondido detrás de la cama, para sorprenderlo, y que él se hiciera el dormido, para después terminar jugando a las cosquillas. Prepararle el desayuno con mamá para el día del padre, o preparar con él el desayuno de mamá para el día de la madre o su cumpleaños. Varias sonrisas de felicidad al vernos a mis hermanos y a mí lograr algo, así fuera algo tan simple como ganar una carrera de menores de 5 años en la playa, o algo tan importante como formular la promesa scout. Ir a Parque Camet y armar barriletes para remontarlos. O que me llevara a nadar pasando la rompiente del mar.

Hay otras situaciones que son mezcla de sensaciones, como verlo llorar emocionado diciendo que nos quería, después de una discusión de 3 horas, y que nos contara algo de su infancia.

Después de años de mucha tensión, en los que la convivencia era muy difícil, y tras una discusión en la que mi papá le rompió los dedos de la mano a mi mamá, ella finalmente presentó una denuncia y mi papá se tuvo que ir de casa en noviembre del 2008. Aunque se suponía que no podía acercarse, pasó muchas noches durmiendo en el auto enfrente de casa. Mi mamá se ocupó de conseguirle un lugar para alquilar, y siguieron en contacto casi diario. A mí me molestaba, yo no quería ni verlo. En enero del 2011 tuvo un síncope y se golpeó la cabeza al caer. A partir de ahí se hizo algunos estudios y detectaron un problema cognitivo. Durante 6 meses hubo diferentes diagnósticos. Ya sea por ese golpe, o por otro golpe en la cabeza, que puede haber sido incluso cuando jugaba al rugby de joven, había aparecido epilepsia en la zona fronto-temporal del cerebro, y eso indujo un cierto grado de demencia. En enero del 2012 volvió a mi casa, porque era peligroso que siguiera viviendo solo, ya que por la pérdida de memoria, que empezó siendo pérdida de memoria a corto plazo y fue empeorando, podía olvidarse las hornallas abiertas, por dar un ejemplo. 2012 fue un año muy difícil para mí, empezando por eso.

Ya en casa, mi mamá se encargó de cuidarlo, aunque a ninguno de mis hermanos nos gustara la idea. Mi hermano mayor ya se había ido de casa y mi hermana se fue en cuanto se enteró que mi papá iba a volver. Mi hermano menor y yo pasábamos poco tiempo en casa, y lo cierto es que no ayudamos demasiado en un primer momento. Con el paso del tiempo el deterioro cognitivo fue empeorando. Después de un día en el que se perdió por varias horas, mi mamá entendió que ya no podía trabajar y empezamos a mandarlo a un centro de día, con talleres, por la tarde. Era como mandar a un nene al colegio. Entre mi hermano, mi mamá y yo, veíamos de cocinarle, intentar que se bañara, que estuviera listo para cuando tenía que ir al centro de día, estar esperándolo cuando volviera, ver que se cambiara de ropa cada tanto y que fuera a dormir. Si en principio repetía y preguntaba las mismas cosas una y otra vez, más tarde empezó a confundir a mi mamá o a mi hermana con mi abuela, y a mí y a mis hermanos con su hermano. En noviembre del 2014 lo internamos en un hogar con una buena atención, parque y talleres. Con la incontinencia ya era muy difícil cuidarlo. El último año el avance de la enfermedad fue alarmante. Primero le costaba caminar y terminar oraciones. Después necesitó silla de ruedas, dejó de hablar, y hubo que empezar a darle de comer porque movía poco los brazos. En noviembre del año pasado, 2015, ya tenía problemas para tragar, y en diciembre le dábamos un alimento líquido.

Después de navidad mi mamá fue a verlo y estaba con problemas para respirar y con fiebre. En la ambulancia entró en shock. Cuando lo estabilizaron en la clínica, nos dijeron que tenía neumonía aspiratoria; el alimento se le había ido a los pulmones. En ese momento mis hermanos y yo supimos que no iba a salir de la clínica. A mi mamá le llevó unas semanas entenderlo. Aunque lo aspiraran, e incluso con sonda nasogástrica, volvía a irse el alimento a los pulmones una y otra vez, porque no controlaba la garganta. Fueron semanas largas. A nosotros nos dolía escucharlo respirar, pero cuando empezaron a sedarlo él ya no sufría tanto. Estuvo más de una semana sin alimento y con la respiración cada vez más pausada, pero tenía un corazón fuerte. El tipo no se quería ir. Para que mi mamá descansara un poco, nos turnábamos con mis hermanos para pasar las noches y acompañarlo en la clínica cuando no estábamos trabajando. Mi mamá, por el desgaste, se descompensó y entró en guardia el 20 de enero. Se escapó de la guardia para ir a ver a mi papá casi en el momento exacto en el que murió, mientras mi hermano mayor lo acompañaba. Lo enterramos el 21 de enero, día de mi 25º cumpleaños.

Esta tampoco es toda la historia. Porque es mi versión, mi mirada. Y porque lo bueno no quita lo malo, así como lo malo no quita lo bueno. Sigo teniendo plena seguridad de que más allá de todas las circunstancias que puedan condicionarnos, la decisión siempre la toma uno, con aciertos y errores. Aunque en algún momento llegué a pensar que mi viejo era un mal tipo, yo creo que todos somos buenos por naturaleza y que no hay personas malas, sino personas que olvidaron que son buenas, ya sea porque no se lo recordaron lo suficiente, o porque tomaron decisiones equivocadas. No puedo justificar la violencia de mi papá, de la misma forma que no puedo justificar la violencia de mi abuelo, aunque no conozca su historia. Se equivocaron e hicieron muchas cosas mal. Sin embargo, tampoco puedo decir que lo que hayan hecho lo hicieron con malicia. Por ejemplo, recuerdo que mis hermanos y yo siempre fuimos bastante independientes y nunca tuvieron que corrernos para que hiciéramos las tareas de la escuela; a veces papá quería ayudarnos y era un desastre, porque no necésitabamos su ayuda y porque nos terminaba complicando más. Quizás terminábamos discutiendo, pero su intención en un principio era buena, solo que le salía mal. Hoy entiendo que los errores de mi papá tuvieron más que ver con sus propias limitaciones que con buscar hacer daño. El daño lo hizo, pero muchas veces intentó hacer las cosas bien y simplemente no le salía.

Nunca quise publicar tanta información sobre la realidad familiar que viví... que vivo, por no exponerme demasiado, o exponer al resto de mi familia. Pero entre todo esto hay cosas importantes que he aprendido y que quiero compartir. Tenía que poner todo en contexto para que se comprendan mejor.

Los mayores miedos de mi papá eran perder la memoria, perder el control del cuerpo, y morir solo.

Si no hubiese sido por la enfermedad, es muy probable que mis hermanos y yo no hubiésemos podido reconociliarnos con él. Suena raro, porque uno cree que la reconciliación tiene que ser un ida y vuelta, y pudimos acercarnos a hablar y decirlo todo lo que necésitabamos decirle cuando él cada vez entendía menos. Pero llegó a pedir disculpas y a decirnos que nos amaba. Llegamos a decirle que nosotros también. Hablarle cuando él ya no podía hablar era difícil y, a la vez, más fácil que cualquier otra conversación que tuve con él. Aunque quizá sea sólo imaginación mía y en realidad él no entendía nada, cuando le contaba cosas lindas y le decía que lo amaba a pesar de todo, incluso si no podía enfocar la mirada, veía que sus ojos le brillaban, y cuando se ponía inquieto y le acercaba el oído con la esperanza de que dijera algo, me daba un beso. Increíble.

Hoy escribo para no olvidar. Mejor dicho, para recordar cuando olvide. A él le debo tener a mis hermanos. A él le debo entender la diferencia entre el orgullo de la terquedad y el orgullo de un logro. A él le debo mi tipo de sangre. A él le debo formar mi carácter. A él le debo entender que, por más organizados y responsables que seamos, hay muchas cosas que no controlamos. Mi viejo fue prueba de que algunos de tus peores miedos se pueden hacer realidad...y salvarte la vida.

martes, 19 de abril de 2016

Me quedé sin

Una vez me preguntaste
Por qué, estando juntos,
Tanto no escribía.
Pues, ya lo ves, la tristeza
Es mejor musa que la alegría.

Así me encuentro hoy:
Sin tus besos, sin tu voz,
Sin tu risa, sin caricias, sin humor.
Me quedé sin ganas, y es por falta,
Falta de abrazos, falta de vos.

Aquel cartel de una mañana
Estaba en mi locker, en el café.
Lo saqué. Era difícil verlo cada día
y caer en cuenta que, a fin
De cuentas, se agotó el stock.

Me quedé sin compañera
En noches de frío;
Mi almohada no es lo mismo.
Sí tengo un elefante fucsia
Que me mira con tu amor.

Pasan las semanas y te extraño.
El anillo no me lo quiero sacar.
No sé cómo será para otros;
Para mí, aunque sea la primera,
Es una mierda la separación.

Me contengo de escribirte,
De llamarte, de buscarte.
Y te imagino igual.
Quiero que estés mejor y,
A la vez, egoístamente, no.

Sé que es cuestión de tiempo.
Tiempo tuyo, tiempo mío,
Que ya no es el mismo.
Cada uno contará su versión;
Quizá ninguno tenga razón.

Noto la ausencia de Pipi.
Sé que, incondicional,
Te cuida mejor que yo.
Siempre fue tierna conmigo.
Mandale mis cariños.

No estoy escuchando música
Para no pensarte. Leo y,
Sin embargo, no funciona.
Tampoco miro series,
De las que eran de los dos.

Te sigo amando, ayer y hoy.
También mañana, lo sabés.
Aprendí y reí muchísimo;
Te deseo lo mejor.
Sos lo más lindo que me pasó.

Ni quería escribir porque
No sabía qué iba a salir.
Salió lo que siento.
Si alguna vez lo lees,
No te angusties, por favor.

De a poco mitiga el dolor
Y quedan lindos recuerdos.
Seguramente nos crucemos,
Así que te digo hasta luego;
Aún no me dejo decirte adiós.

jueves, 31 de diciembre de 2015

Querido 2015

Hay un dato curioso sobre mí que algunos conocen y les parece divertido porque, bueno, francamente lo es. Al poco tiempo de nacer mamá se pegó uno de los tantos sustos que ha padecido conmigo y mis hermanos. Después de hacerme un estudio, los médicos le dijeron que tenía toxoplasmosis, es decir, iba a ser ciego. Cuando prestaron más atención se dieron cuenta que el estudio había salido mal porque el grueso de mi cráneo era el doble de lo normal. Era (y soy) cabeza dura, literalmente.

Querido 2015: la concha de tu madre.
No tengo absolutamente ninguna duda de que podrías haber sido peor; esa posibilidad siempre existe. Pero te esforzaste che.
Si bien enumerar cada una de las cosas que me desestabilizaron mientras duraste enriquecería el contenido de esta hoja, por un lado terminaría extendiéndose mucho y, por otro lado, no tengo ganas. Basta con decir que no voy a extrañarte.
Sí voy a recordarte, porque con todo lo que transité este año, debo reconocer que considero haber aprendido mucho. A veces me pregunto si realmente son necesarias tantas dificultades para que entienda algunas cosas. Después caigo en cuenta que así debe ser: soy cabeza dura.
Durante mucho tiempo viví con convicción cada decisión que tomaba. Esta vez no fue así. Fue, y sigue siendo, tiempo de muchas dudas y, a la par, algunas certezas. Mientras más logro reconocer mis limitaciones, más aprendo a valorar las virtudes que puedo tener.
Que te quede claro, sé que pensaste que podías conmigo, pero te olvidaste de lo más importante: no estoy solo. Golpe tras golpe, escalón tras escalón, hay personas que me aguantan, andan conmigo. Entre ellas, me descubrí miembro de una familia, una verdadera familia, cuando antes no siempre supimos serlo. Entre ellas están mis amigos, que han sabido estar cuando me he sentido sin fuerza. Y también está ella, mi compañera con todas las letras, con quien las diferencias encuentran puntos de fuga en común, y las similitudes se viven de forma espontánea, natural, con quien lo real es mejor que cualquier ideal que pudiese haber soñado.

Me negaba a hacer un balance, y terminé haciéndolo. Así fue mes tras mes, siempre hallándome en situaciones que escapaban a mi comprensión. Me encantaría decir que el 2016 no puede ser peor que el 2015; por como arranca ya lo veo lleno de desafíos. Pero que venga. Queda mucho por caminar.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Anti Pista I

Sentados, con la mirada perdida en la orilla del mar o una nube pasajera y con mates de por medio, charlaban como tantas otras veces.

-Che, ¿puedo contarte algo que nunca le dije a nadie?

-Sí, boludo, más vale. ¿Pasó algo grave?

-No, no. Bah, qué se yo... Es medio raro.

-Bueno, decime. ¿Qué onda?

-Mirá, esto fue hace unos años. O sea, en el centro hay una mujer que vive en la calle, por la zona del casino. Muchos la tienen de vista. Algunos la conocen como “la loca Marucha”. Como sea, cuando empezó a andar por ahí, lógicamente, no era conocida y se movía más tranquila por los locales. Me acuerdo que yo laburaba en el café y muchas veces ella caía a la mañana, saludaba bien y todo, nos pedía papel y lapicera y se sentaba en una mesa a escribir algunas cosas. Nunca supe bien qué.
   Más adelante tomó quizá mucha confianza y cuando la dejábamos pasar al baño se lavaba la cabeza y no sé qué más. Los encargados terminaron decidiendo no dejarla entrar porque era un garrón tener que limpiar todo y los clientes, que no tenían nada que ver, a veces se incomodaban también. Igual todo esto es contexto, no viene tanto al caso.

-Ok, te sigo. ¿Entonces?

-Y, entonces... La cosa es que, como tantos otros que viven en la calle, hablaba sola. Sigue haciéndolo. A veces parecía necesitar un oído y la escuchábamos un ratito. Una vez en particular dijo algo que me quedó haciendo ruido. Si mal no recuerdo fue la única vez que habló tanto. Nos contó que no siempre había vivido en la calle, pero que había pasado cosas jodidas porque a su madre el hombre que la embarazó la dejó sola y nunca la reconoció.

-Hasta ahí, aunque sea chocante, no es algo tan fuera de lo común.

-El tema es lo que dijo y cómo lo dijo. Empezó a gritar, muy enojada, diciendo que todo era culpa de ese hombre, porque la madre trabajaba limpiando un cierto colegio, que no viene al caso nombrar, y que un profesor “se la re co...”. Bueno, se entiende. Me acuerdo hasta el tono de voz: “el hijo de PUTA del negro Aguirre la embarazó y se hizo el re boludo”.

-¿Eso te tiene mal? ¿Qué el tipo se llamaba como vos? Es un apellido común, chabón.

-No. No es que se llamaba “como” yo. A mi abuelo le decían “el negro Aguirre”, fue profesor en ese mismo colegio, sé que le fue infiel a mi abuela, y esta mujer no parece ser mucho más joven que mi viejo.

-Bancá. ¿Me estás diciendo que...?

-Que “la loca Marucha” podría ser mi media tía, sí.

-Uhh... No sé qué decirte...

-Yo no sé qué pensar. Por un lado, sí, es un apodo común y es un apellido común, pero son los dos juntos, en el mismo colegio que laburaba mi abuelo y... No sé... Por otro lado, le dicen “la loca” por algo. Y a veces la veo durmiendo en la puerta del casino, o caminando, hablando sola, leyendo los mismos carteles una y otra vez. O comprando puchos y vino. Y me agarra la duda.

-Y, ¿qué? ¿Pensaste en hablarle, hacerle preguntas para conocer más detalles y saber si es o no tu tía?

-No sé si tanto como pensarlo. Se me cruzó por la cabeza alguna vez. Lo que pasa es que me da un poco de cagazo. O sea, mirá si es y yo me estuve haciendo el boludo todos estos años, con ella tirada ahí. O al revés, mirá si me termina re cagando y no tenemos nada que ver. Y, sí, es verdad, más allá de que seamos o no familia, podría ayudarla igual, ¿no? Pero, ¿podría ayudarla? ¿Se dejaría ayudar? Capaz está acostumbrada a vivir así, le pasa a muchos.

-Si no le preguntás no vas a saber. ¿Vos podés seguir con esa duda?

-Es... Es medio raro. Para mí es como una paradoja.

-Qué loco, che...

-Yo te dije...

-Mar del Plata es un pañuelo...

-¿Sabés que sí?




Nota del autor: El apellido Aguirre se utiliza por ser un apellido que poseen muchas personas y, al mismo tiempo, diferente del que tiene la persona en la que está basado este diálogo ficticio. Cualquier similitud con la realidad mediante dicho apellido es coincidencia.

domingo, 5 de abril de 2015

Mimar


Por mucho tiempo no supe amar. Al crecer podés amar a tu familia o a tus amigos más cercanos, sí, pero quizá sin saberlo realmente, sin reconocerlo o entenderlo, sino simplemente por el hecho de que son las personas que forman tu mundo, tu vida y te acompañan.

Creo que muchas personas pueden hablar de haber tenido un primer verdadero amor entre los 13 y los 20 años. Así y todo sigue siendo difícil, teniendo en cuenta que con tantos cambios, en ese tiempo uno no termina de conocerse a sí mismo. ¿Cómo amar a alguien más sin tener definida tu propia forma de relacionarte o mostrarte? No es necesariamente una cuestión de hipocresía, sino de cautela, o cierto temor, al menos en mi caso. Lo confieso ahora, sin recordar habérselo dicho a nadie antes. No hace tanto que empecé a mostrarme tal cual soy. Antes mostraba sólo partes o piezas de mi persona, según el entorno en el que me moviera. Sin embargo, entre todas las personas que me conocen, no son tantas las que realmente me han visto hasta el fondo de mi alma. Nunca, jamás, mentí o dije una cosa por otra, pero casi siempre oculté lo más profundo de mi ser, por no sentir verguenza, por miedo a gastadas o a que me rompan. Lo curioso es que de todas formas me rompieron. Más de una vez.

Sé que puede parecer raro que sin haber estado de novio antes, haya creído con plena certeza que la chica que amaba, sin poder estar con ella, era la persona con la que podría pasar el resto de mi vida. No era un tema de no saber las dificultades que hay que enfrentar y sortear en un noviazgo (en parte sí), porque tengo personas muy cercanas que me han confiado mucho, y por otra parte soy también bastante observador. A pesar de haber estado enamorado en más de una ocasión (tres, para ser honesto), recién a los 19 años tuve el coraje de jugármela en serio. En este mismo instante pienso que puede haber sido por no terminar de conocerme antes.

Siendo sincero, esa chica se quedó para siempre con un pedazo de mi corazón. Tuvo la capacidad de cautivarme por completo, porque me decía que amaba de mí todas las cosas que yo siempre había deseado que alguien tuviera en cuenta, sin haberme animado a mostrarlas. Como si fuera poco, en ese momento ella era todo lo que yo había soñado en una chica con la que quería pasar el resto de mi vida. Sí, todo. Salvo por un detalle. A pesar de haberme confesado que me amaba, seguía de novia. Eso no fue un impedimento para seguir alimentando mis esperanzas de, algún día, poder estar con ella. Hasta que mucho tiempo después (casi dos años, creo), terminó de romperme por completo. Mirando ahora hacia atrás, cualquiera en mi lugar podría decir que fue cruel. Si alguna vez ella lee esto, pido disculpas. Sé que nunca tuvo mala intención y que yo alimenté mi propia ilusión aferrándome a detalles. Sigo convencido de que los detalles importan muchísimo. Ahora sé que no son todo.

A lo mejor no hubiese significado tanto si no hubiese sido por el hecho de que se había convertido en uno de mis pilares cuando todo lo demás en mi vida se caía a pedazos. Y así, terminé cerrando nuevamente mi corazón, o lo que quedaba. ¿Cómo abrirme a alguien más después de eso? Caí en un pozo del que no podía salir. Hasta que me cansé de mí mismo. O mejor dicho, de lo apagado que me sentía. Decidí cambiar de actitud y darme permiso de mostrarme un poco más. Por supuesto, no me salió muy bien. Hay heridas que tardan tiempo en sanar, y precauciones que cuesta dejar de lado, en base a experiencias que no fueron las mejores.

Debo reconocer que no siento ni una pizca de rencor ni nada por el estilo. Cada vez que confesé mi amor fue en serio y, con cosas buenas, cosas malas (sobre todo malas mías), aprendí y crecí a pasos agigantados. Cuando amo, amo para toda la vida. Tardé un tiempo en entender que ese amor que permanece puede tomar otro tinte y no tiene que ser necesariamente el que alguna vez había soñado. “Cansado de mí mismo, me busco en alguien más”, llegué a escribir un día, no hace tanto. Y tuve que reencontrarme para poder ponerme de pie. Antes de poder encontrar a alguien a quien le gustaran de mí las cosas que yo quería que a alguien le gustaran de mí, tenía que volver a identificarlas yo mismo, porque las había perdido de vista.

Existe una gran posibilidad de que aún mire para otro lado con algunas. Existe una gran posibilidad de que sean justamente las que más expuesto, vulnerable y, al mismo tiempo, contenido, me hicieron sentir. Sigo con algo de miedo. Ok, con mucho miedo. Cuando me la jugué soñando para toda la vida dolió muchísimo, al punto que no termino de recuperarme.

Y hace (ya más de) diez meses, sin esperarte, apareciste vos, con toda tu perfecta imperfección. Con tantas cosas que me encantan y tantas cosas que me encanta que te encanten de mí. Las miradas para mí siempre fueron fundamentales y hasta primordiales. A vos te costó muchísimo poder mirarme a los ojos. Creo que tiene que ver con tus propios miedos y desilusiones (sin connotación negativa), tu experiencia. Creo que empezar a conocerme también te dio algo de miedo. Y ahora, cuando nos miramos fijo a los ojos, de cerca, no termino de entender todo lo que veo y siento. Todo lo que soy, con vos.

Con vos puedo mostrarme tal cual soy, aunque todavía no sepa cómo mostrarte todo de mí. Querías una carta a corazón abierto y acá está. No sos todo lo que soñé. Sos mucho más. Y, estando aún en el proceso de re-descubrir-me, empezar a verte como una compañera para toda la vida me da miedo, sí.

En medio de una tormenta, tomé una decisión. Hay cosas que no te gustan de mí. Hay cosas que no me gustan de vos. Fundamentalmente, no me gusta que nos hagamos mal. Hace poco te dije que no deseaba haberte conocido antes porque creía que nos habíamos encontrado en el momento justo. Estos días pensé que aunque nos hayamos conocido en el momento justo, puede que no sea todavía el tiempo para estar juntos.

Te dije de entrada que me encantaría prometerte que nunca te iba a lastimar, pero que no hago promesas que no cumplo y que lo cierto es que me voy a equivocar muchísimas veces. Que lo que sí te podía prometer era intentar hacer lo mejor posible y dar todo de mí para, no hacerte feliz, sino acompañarte en tu felicidad y poner mi granito de arena. Hacerte llorar me lleva a pensar que no estoy listo para intentarlo como corresponde. Que no te lo merecés, o que yo no te merezco.

Vos, en cambio, me acompañás y acrecentás mi felicidad indescriptiblemente. Cada sonrisa, cada abrazo, cada caricia, cada chiste, cada comida, cada mate, cada suspiro, cada mensaje, cada ocurrencia, cada confesión, cada mirada, dormir y despertarme a tu lado, cada película, cada paseo y cada aventura relacionada con el agua, me dan la certeza de que no sos un granito de arena en mi vida. Sos mi mar. Y tomé la decisión de adentrarme más. Hoy y para toda la vida.


miércoles, 7 de enero de 2015

Carta al futuro


7 de enero de 2015

    Quiero contarte algo. Puede que lo sepas y puede que no. Algo me dice que lo sabés, aunque quizá nunca te pusiste a pensarlo. Es muy probable que este mensaje también te resulte algo extraño. Es totalmente comprensible; a mí me pasaría lo mismo. Vengo pensando en escribirte hace unos días, o unas semanas, no estoy seguro. Lo que sí puedo decirte es que empiezo a las 17.50, cuando acabo de entrar a casa después de trabajar desde las 7.00 hasta las 16.30 (es decir, tuve casi una hora y media hasta llegar) y en el camino pensaba en vos. Me es inevitable preguntarme qué estarás pensando. Espero que alguna vez te animes a contarme.
    ¿Sabés? Acabo de darme cuenta de que son semanas. Recuerdo claramente que el 25 de diciembre, yendo a trabajar en el colectivo, me conmovió una escena que voy a intentar describirte. El colectivo estaba bastante lleno, pero logré ubicarme más o menos a la mitad, del lado de las filas de asientos simples, justo enfrente de un padre joven (tendría entre 25 y 30 años) con quien imagino era su hijo (de 2 o 3 años) en brazos. Si acaso era el hermano, no resultaría menos conmovedor, por lo menos a mi parecer. El nene estaba durmiendo y el joven se veía muy cansado. Pude observar cómo lentamente se le cerraban los párpados, mientras movía incesantemente la pierna bastante rápido en un intento de mantenerse despierto. Sostenía al nene sobre su pierna y brazo derechos, tomándose con fuerza la muñeca derecha con la mano izquierda, cruzando el brazo sobre el nene. Se ve que el cansancio era mucho, porque de un segundo a otro, la pierna se quedó quieta y empezó a cabecear. También pude apreciar la forma en que, de a poco, sus brazos se aflojaban. Lo que me fascinó y conmovió fue que cada vez que sentía que el nene se movía un poco al soltársele las manos, se despertaba de golpe, aferraba a su hijo con más fuerza y comenzaba nuevamente a mover la pierna. La secuencia se repitió unos minutos, hasta que se paró para bajarse del colectivo, con el pequeño aún durmiendo. (Voy a permitirme contarte que cuando se levantó, una de las sandalias del nene se cayó y yo me apuré para agarrárla y alcanzársela antes de que se bajara).
    Por ahí parece no tener sentido ahora, pero para mí cobró muchísimo sentido, porque apenas unos días antes había empezado a pensar en escribirte. Es importante que entiendas esto: me decidí a plasmar esto recién ahora, pero te vengo pensando hace mucho.
    Este es mi mensaje. A dos semanas de cumplir 24 años, siento la necesidad de confesarte que siempre pensé en vos. No sé si cuando tenía tu edad, pero sí desde hace varios años, con toda certeza. Pienso en vos desde antes de que me mandes a la mierda por no saber cuidarte, o porque querés salir y a veces prefiero que no. Pienso en vos desde antes de que me dieras el primer abrazo. Pienso en vos desde antes de decidir qué rumbo seguir con mi vida. Pienso en vos desde antes de que te des cuenta que no soy perfecto y me equivoco muchísimo. Pienso en vos desde antes de conocer a tu mamá. Pienso en vos desde antes de planear dónde vamos a vivir, qué nombre le vas a dar a tu mascota o cuál va a ser el primer libro que te lea. Pienso en vos desde antes que empieces la secundaria, o termines el jardín, o que dejes de usar pañales. Pienso en vos desde antes de tener que pedirte perdón. Pienso en vos desde antes de que nazcas. De hecho, pienso en vos sin saber cuándo vas a llegar. Pienso en vos sin siquiera saber tu nombre, color de pelo o de ojos, o si cuando te reís te achinás como yo. Te pienso hoy, a lo lejos en el tiempo.
    En fin, pienso mucho en vos, desde hace mucho tiempo. Cada vez que te pienso, mi corazón salta de alegría y se emociona. Cada vez que te pienso, te amo. Simplemente quiero que sepas esto, ya sea que leas esta carta en 20 o 30 años. Hago lo mejor que puedo y doy todo de mí para que puedas ser feliz, pero vos me hacés inmensamente feliz sin hacer nada, tan solo siendo.
    Te amo desde siempre y siempre te voy a amar.

Papá Pantufla

lunes, 17 de noviembre de 2014

Trascendencia

    Ya de chico siempre fui bastante analítico. Desde que tengo memoria me gustó observar todo lo que pueda: cantos de pájaros; cómo sopla el viento; la forma en que los rayos del sol se aprecian más fácil por las partículas que flotan en el aire; los colores de algunas flores; el correr de perros, gatos; y por supuesto, todo sobre las personas. Esto último incluye, entre tantas otras cosas, formas de saludar, gestos, tonos de voz, lenguaje corporal, risas, vestimenta, música a escuchar, modo de abrazar y, especialmente, la mirada.
    Entre tanto, hacía proyecciones de mi propia vida e intentaba comprender cuestiones que quizás eran demasiado complejas para mi mente inmadura. Aún así, lo intentaba, y disfrutaba pensar qué lugar ocupaba yo en el mundo, o qué sería de mí el día que muriera, y más adelante. No es difícil imaginar que la trascendencia es un asunto de inmensa importancia para mí. En algún momento, en el que, por diferentes motivos que no estoy calificado para identificar correctamente, no tenía facilidad para tratar con las personas, pensaba que quizá sería fascinante lograr marcar la historia al modo de grandes científicos, es decir, dejar un legado que marcara de alguna forma el rumbo de la historia de la humanidad, al menos intelectual o tecnológicamente. Al ir creciendo, sin embargo, empecé a darme cuenta de que, por un lado, no estoy seguro de tener la capacidad para alcanzar una meta de tal calibre, mientras que, por otro lado, empezó a llamarme más la atención el concepto de trascendencia en relación a los vínculos, en relación a las personas por cuyas vidas puedo llegar a pasar o, mejor dicho, a las personas que pasan por mi vida.
    Siempre me gustó leer. A pesar de eso, no me considero un gran lector, y recién estos últimos años estoy explotando más este bellísimo recurso que es la literatura. Debo reconocer que también siempre me atrajo la idea de poder escribir un libro y hasta obtener reconocimiento (si se quiere, y en cierta medida) por ello. Para alguien que intenta ser humilde, contra su propia naturaleza, es una gran contradiccón y motivo de conflictos internos. A pesar de ello, sigue llamándome la atención y debo reconocer que tengo el profundo deseo de que mi vida signifique algo para más de una persona.
    En torno a este tema más de una vez me he detenido a pensar acerca de las vidas de personas por las cuales siento cierta devoción. Me refiero a personas que dejaron muchísimas comodidades de lado y sacrificaron años esforzándose al máximo para alcanzar un objetivo o simplemente una manera de vivir que despierta verdadera admiración. No puedo menos que preguntarme si ellos se hicieron alguna vez planteos como los míos, sin saber que marcarían la vida de millones de personas o, cuanto menos, la mía.
    Hay una especie de dicho popular que plantea que toda persona debería plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Imagino que quien lo formuló por primera vez compartía mi anhelo de trascendencia, mi búsqueda de legado personal. No hablo de destino porque, si bien creo que toda persona está condicionada por muchísimos factores que forman parte de su realidad y que ello le otorga facultades o limitaciones para ser conducida a tomar ciertas decisiones, creo firmemente que lo que condiciona, no determina y, por tanto, toda persona es plenamente libre de, en última instancia, decidir y tender hacia el bien. A lo mejor me estoy yendo por las ramas, pero es una idea que rige mi forma de vivir. Ahora bien, volviendo a la idea que encabeza este párrafo, quiero dejar en claro que ya he plantado árboles y que planeo tener por lo menos un hijo algún día. Probablemente el mayor desafío que pueda tener sea criarlo o criarlos (no hace falta aclarar que no hablo de los árboles), pero un gran desafío personal sigue siendo el de escribir un buen libro.
    De más está decir que hablar de un “buen” libro es algo de lo más subjetivo y relativo que puedo plantear, aunque creo que la idea se entiende. Una vez más, no me refiero a escribir un best seller o un texto que algún día se lea en alguna escuela. Lo que busco es escribir algo que tenga significado, que encierre una especie de misterio o mensaje que pueda alcanzar algún corazón y, si bien no estoy convencido de que un factor o experiencia por sí solo pueda cambiar radicalmente la vida de una persona, no tengo dudas acerca de que tan solo una palabra puede cambiar (aunque sea) la mirada sobre el mundo y, así, poder vivir una felicidad más plena.
    El problema es que, si bien escribir no es tan difícil como parece, escribir una buena historia no es tan fácil tampoco. Me gustaría tener la capacidad de crear un universo o personajes pero, si la tengo, aún no la he descubierto. Y realmente tengo ganas de escribir. Entonces me di cuenta (o, mejor dicho, me acordé, porque es una idea vieja) de algo: absolutamente todos, aunque pocos lo publiquen,escribimos un buen libro: nuestra propia vida.
    Debo reconocer que mi vida me parece fascinante y que, aunque esto no parezca modesto o humilde, no es contradictorio, porque lo que hace interesante a mi vida son las personas que forman parte de ella. Así es que este libro trata fundamentalmente acerca de trascendencia. Solo que no es acerca de mi legado en la humanidad, sino de todos aquellos que considero representan un gran acontecimiento, en mi existencia y, así, trascienden, son fundamentales en mi felicidad.
    Creo que no hay nada más trascendental que el amor. A todos ustedes, gracias por enseñarme a amar.