lunes, 20 de enero de 2014

Re-encuentro

Nunca deja de asombrarme la alegría inmensa que se manifiesta en todo el ser de los más pequeños cuando ven llegar a su mamá o a su papá. En un momento están jugando, charlando, cantando, saltando, haciendo puchero, o quién sabe qué y, al siguiente, una sonrisa incontenible les dibuja el rostro. Es como si el resto del mundo desapareciera por un instante para sumergirse en otro de plena felicidad y seguridad. No siempre pasa, por supuesto, pero cada vez que tengo la dicha de presenciarlo, yo mismo llego a vislumbrar un poco de esa magia que habita en el aire por unos segundos.

Pienso que, de alguna forma, al crecer sufrimos un proceso de transformación interna que nos anestecia esa capacidad de trasladarnos a aquel mundo. Paradójicamente, lo anhelamos todo el tiempo. Ahora bien, adormecida o no (algunas personas tienen un corazón que les permite vivir ese viaje más a menudo y más intensamente), estoy convencido de que en cada uno permanece una puerta, por más pequeña que sea. Lo complejo de la situación es atreverse a despegar la vista de la ventana (que no siempre nos deja ver el otro lado tal cual es) para atravesar la puerta y maravillarnos con la realidad.

Como sea, es evidente que esta capacidad es algo que se puede compartir no solo entre padres e hijos, sino también entre hermanos, amigos, y algo más. Algunas veces queremos quedarnos permanentemente y creemos que podemos, pero parte de la magia consiste en que dure sólo unos instantes en el tiempo, aunque pueda mantenerse en el recuerdo. Otras veces sentimos que ese mundo se rompe en mil pedazos. Más allá de que a veces se nos empañe la vista o duela el recuerdo, el mundo no se rompe ni desaparece y, al madurar algunas cosas, siempre se puede hallar refugio allí.

Desde mi lugar, me parece que por mucho tiempo estuve esperando vivir uno de esos momentos con una persona (esa 'algo más') desconocida y, de cierta forma, conocida al mismo tiempo. Hoy no estoy tan seguro si realmente lo deseo. Se me viene la siguiente escena a la mente:


Un chico y una chica sentados en la costa, una noche de primavera/verano. La fase lunar la dejo a criterio de cada uno. Él está sentado de frente al mar. Ella está sentada a su derecha, algo perfilada hacia él. Confían mucho el uno en el otro.

Él explica que siempre había pensado que podía encontrar a la chica indicada, esa con la que de algún modo podía tener la certeza de querer compartir el resto de su vida, casi casualmente, sólo que causalmente, y que en un cruce de miradas se iban a reconocer y lo iban a saber, incluso si después les llevaba mucho tiempo terminar de comprenderlo, pero que luego terminó por darse cuenta que la vida es más compleja e interesante que las películas, que por buscar ese momento de amor a primera vista quizás estaba con los ojos cerrados y no se daba cuenta que no existe un otro hecho para, sino que se elige, que se construye una relación y una vida juntos y que, entre todos los detalles fundamentales que poseía ese esquema de persona en su mente, detalles importantes pero no todos absolutamente imprescindibles, lo esencial era, al menos en este momento de su vida, poder divertirse, pero no de esa diversión efímera, pasajera, sino esa diversión sana, repleta de risas y sobre todo acompañada de una sensación de comodidad, que en un silencio no haga falta pensar qué decir para hacer perfecto al momento sino simplemente estar y que el inhalar y exhalar, el latir y algún que otro pestañeo sean los interlocutores.

- Qué se yo – remata él – quizás es raro pero creo que, buscándola siempre como novedad, entrando en mi mundo, a lo mejor está en él desde hace tiempo y no me di cuenta. La verdad no sé...

Mientras habla, la dirección de su mirada se alterna entre el mar, el suelo y sus manos. Ella escucha atentamente mirándolo casi todo el tiempo a la cara, con ojos concentrados, cejas un poco levantadas y la boca cerrada, aunque con los labios apenas separados, tocándose la punta de la lengua con los dientes. Entonces él la mira girando un poco la cara y luego vuelve la vista al piso. Ella mira también al piso y levantan las miradas para encontrarse. Sonríen. Él le da un beso en la mejilla izquierda en el instante en que ella lleva su mirada al mar y él vuelve a mirar sus manos, que están a la altura de sus rodillas. Ella apoya la cabeza sobre su hombro, él descansa su cabeza sobre la de ella y se quedan así, en silencio.



Me resulta algo contradictorio utilizar como ejemplo una situación tan ideal como lo sería otra que representara el amor a primera vista en sí, pero me parece que permite entender la idea o, mejor dicho, las ideas que se cruzan en mi mente. Muchos anhelamos ese primer encuentro extraordinario, sin darnos cuenta que quizás y solo quizás, un reencuentro con alguien que ya forma parte de nuestra vida puede ser aún más bello. En definitiva, valga la redundancia, ya sea con un familiar, amigo o algo más, creo que a veces sólo es cuestión de animarse a cruzar la puerta.