Ya de chico siempre fui bastante analítico. Desde que tengo memoria
me gustó observar todo lo que pueda: cantos de pájaros; cómo sopla
el viento; la forma en que los rayos del sol se aprecian más fácil
por las partículas que flotan en el aire; los colores de algunas
flores; el correr de perros, gatos; y por supuesto, todo sobre las
personas. Esto último incluye, entre tantas otras cosas, formas de
saludar, gestos, tonos de voz, lenguaje corporal, risas, vestimenta,
música a escuchar, modo de abrazar y, especialmente, la mirada.
Entre tanto, hacía proyecciones de mi propia vida e intentaba
comprender cuestiones que quizás eran demasiado complejas para mi
mente inmadura. Aún así, lo intentaba, y disfrutaba pensar qué
lugar ocupaba yo en el mundo, o qué sería de mí el día que
muriera, y más adelante. No es difícil imaginar que la
trascendencia es un asunto de inmensa importancia para mí. En algún
momento, en el que, por diferentes motivos que no estoy calificado
para identificar correctamente, no tenía facilidad para tratar con
las personas, pensaba que quizá sería fascinante lograr marcar la
historia al modo de grandes científicos, es decir, dejar un legado
que marcara de alguna forma el rumbo de la historia de la humanidad,
al menos intelectual o tecnológicamente. Al ir creciendo, sin
embargo, empecé a darme cuenta de que, por un lado, no estoy seguro
de tener la capacidad para alcanzar una meta de tal calibre, mientras
que, por otro lado, empezó a llamarme más la atención el concepto
de trascendencia en relación a los vínculos, en relación a las
personas por cuyas vidas puedo llegar a pasar o, mejor dicho, a las
personas que pasan por mi vida.
Siempre me gustó leer. A pesar de eso, no me considero un gran
lector, y recién estos últimos años estoy explotando más este
bellísimo recurso que es la literatura. Debo reconocer que también
siempre me atrajo la idea de poder escribir un libro y hasta obtener
reconocimiento (si se quiere, y en cierta medida) por ello. Para
alguien que intenta ser humilde, contra su propia naturaleza, es una
gran contradiccón y motivo de conflictos internos. A pesar de ello,
sigue llamándome la atención y debo reconocer que tengo el profundo
deseo de que mi vida signifique algo para más de una persona.
En torno a este tema más de una vez me he detenido a pensar acerca
de las vidas de personas por las cuales siento cierta devoción. Me
refiero a personas que dejaron muchísimas comodidades de lado y
sacrificaron años esforzándose al máximo para alcanzar un objetivo
o simplemente una manera de vivir que despierta verdadera admiración.
No puedo menos que preguntarme si ellos se hicieron alguna vez
planteos como los míos, sin saber que marcarían la vida de millones
de personas o, cuanto menos, la mía.
Hay una especie de dicho popular que plantea que toda persona debería
plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Imagino que
quien lo formuló por primera vez compartía mi anhelo de
trascendencia, mi búsqueda de legado personal. No hablo de destino
porque, si bien creo que toda persona está condicionada por
muchísimos factores que forman parte de su realidad y que ello le
otorga facultades o limitaciones para ser conducida a tomar ciertas
decisiones, creo firmemente que lo que condiciona, no determina y,
por tanto, toda persona es plenamente libre de, en última instancia,
decidir y tender hacia el bien. A lo mejor me estoy yendo por las
ramas, pero es una idea que rige mi forma de vivir. Ahora bien,
volviendo a la idea que encabeza este párrafo, quiero dejar en claro
que ya he plantado árboles y que planeo tener por lo menos un hijo
algún día. Probablemente el mayor desafío que pueda tener sea
criarlo o criarlos (no hace falta aclarar que no hablo de los
árboles), pero un gran desafío personal sigue siendo el de escribir
un buen libro.
De más está decir que hablar de un “buen” libro es algo de lo
más subjetivo y relativo que puedo plantear, aunque creo que la idea
se entiende. Una vez más, no me refiero a escribir un best seller o
un texto que algún día se lea en alguna escuela. Lo que busco es
escribir algo que tenga significado, que encierre una especie de
misterio o mensaje que pueda alcanzar algún corazón y, si bien no
estoy convencido de que un factor o experiencia por sí solo pueda
cambiar radicalmente la vida de una persona, no tengo dudas acerca de
que tan solo una palabra puede cambiar (aunque sea) la mirada sobre
el mundo y, así, poder vivir una felicidad más plena.
El problema es que, si bien escribir no es tan difícil como parece,
escribir una buena historia no es tan fácil tampoco. Me gustaría
tener la capacidad de crear un universo o personajes pero, si la
tengo, aún no la he descubierto. Y realmente tengo ganas de
escribir. Entonces me di cuenta (o, mejor dicho, me acordé, porque
es una idea vieja) de algo: absolutamente todos, aunque pocos lo
publiquen,escribimos un buen libro: nuestra propia vida.
Debo reconocer que mi vida me parece fascinante y que, aunque esto no
parezca modesto o humilde, no es contradictorio, porque lo que hace
interesante a mi vida son las personas que forman parte de ella. Así
es que este libro trata fundamentalmente acerca de trascendencia.
Solo que no es acerca de mi legado en la humanidad, sino de todos
aquellos que considero representan un gran acontecimiento, en mi
existencia y, así, trascienden, son fundamentales en mi felicidad.
Creo que no hay nada más trascendental que el amor. A todos ustedes,
gracias por enseñarme a amar.